¿Cuál es la diferencia entre las cosas y las personas?: Relato de un niño autista
Observa siempre la orquídea
A finales del 2020, un día apareció en mi pensamiento una frase. Se incrustó en mi mente y reverberó por horas.
Esa frase, que era una pregunta, surgió luego de verme a mí misma conversando con la impresora (sí, con la impresora).
“¿Cuál es la diferencia entre las cosas y las personas?”
Me pregunté mientras salía apurada de mi casa y luego de volcar encima del electrodoméstico mencionado decenas de “hama beads”, unos mini cilindros de plástico que se usan para hacer manualidades, y que era mi interés del momento.
Al llegar la noche y acostarme en mi cama la pregunta seguía ahí dando vueltas… así que la escribí en las notas del teléfono, para sacarla de mi cabeza y poder dormir.
“¿Cuál es la diferencia entre las cosas y las personas?”
En ese momento la idea me poseyó, y seguí tecleando.
“Para mí, no mucho. Para mí todo está vivo…”
Unos minutos después estaba listo el texto, que concluía con la misma pregunta que ustedes ya conocen.
Emocionada se lo envié a un amigo, Francisco, que en su feed back me dijo algo así como que suponía que en mi cabeza quedaba todo más claro. Y sí, le dije, había imágenes en mi cabeza que complementaban ese texto que por sí solo parece más bien poesía.
El momento había llegado: Quiero hacer un libro ―le dije y me dije.
Los siguientes meses fueron de bocetos y anotaciones. Esas imágenes en mi cabeza eran claras: habría nubes, motas de polvo iluminadas por el sol entrando por la ventana, hojas bailando con el viento, burbujas, y una persona pequeña y su sentimiento de incomprensión por parte del mundo adulto.
Venía entonces la etapa de diseñar los personajes. Mi protagonista usaría poleras a rayas, como mis primos mellizos Darío y Beltrán, y tendría zapatillas amarillas, como unas que tuve de niña y que me encantaban. Le gustaría balancearse en la silla, y arrodillarse frente a pequeñas criaturas. Y muy importante, el Sr. Conejo, que tendría un traje a la medida de sus orejas, como uno de los peluches de Antonia, mi hermana pequeña.
Recuerdo cuando chica tener pesadillas en las que perdía a mis barbies y el sentimiento desgarrador que eso significaba. Luego una de mis hermanas mayores, Camila, me regaló su hermosa Vaca, un peluche de unos 35 cm de alto, que en comparación con mi pequeña colección de mini peluches era bastante grande. Era blanca con café, y sabía sentarse muy bien. Vaca dormía conmigo, aunque me daba un poco de vergüenza, porque ya no era tan niña como para eso. Recuerdo abrazarla fuerte antes de dormir, en mi cama abajo del camarote.
Un día Vaca desapareció, luego del cumpleaños de mis hermanos chicos. La había dejado en la ventana de nuestra pieza que daba a un antejardín tomando el sol, porque a las vacas les gusta tomar sol. La busqué desesperada por toda la casa: arriba del closet gigante de nuestra pieza donde dormíamos los 4 mellizos, en el canasto de la ropa sucia del baño chico, debajo de mi cama donde se acumulaban millones de cosas… y no apareció.
Tenía un dibujo de Vaca hecho con lápices scriptos que quizá me servía para hacer un letrero de “se busca”, pensé, pero me dio vergüenza. Un tiempo tuve esperanzas de que apareciera en algún rincón de esa casa vieja, la extrañaba muchísimo. Pero eso no pasó.
Cuando veo publicaciones en redes sociales sobre peluches o tutos perdidos siempre los comparto, porque sé lo que pueden significar aquellas criaturas para les niñes, y no tan niñes.
En las personas autistas el vínculo con los objetos es aún más fuerte, porque no estamos del todo metidos en nuestros cuerpos. Una parte de nuestra alma, si pudiera llamarle así, está como desparramada en el ambiente. Esa parte es muy sensible, a veces demasiado, tanto, que el dolor de este mundo nos puede llevar a no poder comer, como a una persona llamada Greta cuando tenía la misma edad que yo al perder a Vaca.
Las infancias autistas y neurodivergentes en general son delicadas. Nuestra crianza a veces puede sentirse como tener que cuidar una flor exótica con requerimientos muy específicos de los cuales no tenemos idea. Es verdad, no somos fáciles. Pero escuchar a aquellos autistas que logramos sobrevivir, puede entregar luces importantísimas para que esa orquídea se haga menos extraña. Siempre observen a la orquídea, olvídense de todo lo que tienen en sus cabezas, y ella podrá susurrarles qué es lo que necesita.
A través de ilustraciones, este libro nos muestra el diálogo interno de un niño diferente: él conversa con las plantas, baila con las hojas, ve lo que otros no ven ―como el brillo hipnótico de las motas de polvo entrando por la ventana. Sus padres lo miran preocupados porque juega solo…
¡Pero él nunca está solo! Lo acompañan las nubes, los caracoles, sonidos y colores, y por supuesto su fiel compañero de peluche. ¿Por qué los demás no se dan cuenta de que todo está bien y es hermoso así? Quizás él no habla, pero tiene mucho que contar.
Recomendado para personas desde los 5 años.
Lo tomé e ingresé al mundo de colores, texturas de las cosas a través de sus sentidos… y pude experimentar como el viento, el agua, el sol, las hojas, las nubes, el peluche, cobraban vida y acompañaban al niño en cada momento, por lo que él nunca se sentía solo y más aún era feliz!!
La autora consigue muy bien mostrar y sensibilizar, sobre “ser una persona autista”.
Paty, una lectora